Hipermercado de ilusiones compulsivas.

Las Tribulaciones de Mariola Po - Capítulo VIII


     Pero ¡ay madrecita!, lo mío es la caja registradora con sus lucecitas verdes, con sus teclas numeradas, su llavecita para el cajón del dinero, los supositorios de plástico de los billetes para el aspirador del piso de arriba, el ¡clik! de la caja, el rollito de papel para el ticket de la compra en el que ponía mil veces: Le atendió la Srta. Mariola, caja 26. Gracias por su visita.

     Allí era alguien, madre, tenía protagonismo, yo era la cara humana de este inmenso mundo de cosas muertas. Lo notaba en ese rostro de espanto de los alelados que llegaban a la caja cargados como mulas, escapados con vida de la vorágine, salvados por el último resquicio de sensatez que les quedaba. Porque tantas cosas juntas, madre, tanto color, tanto letrerito explosivo le arrebata a uno la cordura. Entra a comprar un litro de leche y sale con la ropa del verano para toda la familia, dos cubiertas nuevas para el coche y un juego de tacitas para el café. ¡Ay! Se me olvidó la leche, bueno pues mañana vuelvo a por ella que la vida es bella, Clarabella.

     - Buenos días señor ¿Pagará en efectivo o con tarjeta? - Entonces despertaban del trance y se les aliviaba el rostro al descubrir en mí la única cosa que no podían comprar en este santo lugar de consuelo para las ilusiones extraviadas.



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